Existen películas que no buscan disimular lo que son, que se entregan por completo a su ADN más primitivo y lo potencian hasta el extremo. Nadie 2 ha dejado de manifiesto que pertenece a esa categoría. La primera cinta de 2021 ya había dejado claro que Bob Odenkirk podía reinventarse como un héroe de acción inesperado, y que detrás de su apariencia de padre común y corriente había un monstruo contenido que, en el momento adecuado, podía desencadenar una tormenta de violencia implacable.
La secuela llega con la tarea ingrata de mantener esa misma chispa cuando la novedad ya no sorprende. Y aunque tropieza en la narrativa, logra sobrevivir gracias a su arsenal: un cóctel brutal que mezcla la precisión de John Wick con una crudeza desmedida digna de Mortal Kombat.
La promesa rota de la normalidad
Hutch Mansell, interpretado de nuevo por Odenkirk, solo quiere lo mismo que cualquier padre de mediana edad: pasar unas vacaciones tranquilas con su familia, rescatar un pedazo de nostalgia en Plummerville (ese rincón donde alguna vez fue feliz de niño) y, de paso, construir recuerdos que no se desmoronen con el paso del tiempo. Esa premisa, tan sencilla como humana, se convierte en un espejismo que dura poco. Porque Hutch no puede escapar de sí mismo: el caos lo sigue como una sombra a donde quiera que vaya.
Un incidente aparentemente trivial en un salón recreativo es suficiente para que la ilusión se derrumbe y lo cotidiano se convierta en violencia. Lo que debía ser una postal veraniega se transforma en una carnicería y, como espectador, uno comprende de inmediato que lo que define a Hutch no es su deseo de paz, sino la guerra que lleva tatuada en el alma.
La dinámica familiar del protagonista no termina por cuajar entre toda la acción
El guion firmado por Derek Kolstad (creador de John Wick) y Aaron Rabin promete más de lo que finalmente entrega. Hay un intento de profundizar en la dinámica familiar, de mostrarnos a un Hutch que no solo es asesino sino también padre y esposo. Sin embargo, esa exploración se queda en la superficie. El tema de los hijos que se convierten en mejores hombres que sus padres apenas se enuncia y se resuelve de manera tan ligera que parece un recordatorio más que una verdadera reflexión.
Connie Nielsen regresa como Becca, la esposa resignada y cansada de las promesas incumplidas de Hutch. Durante buena parte de la cinta, su papel oscila entre el hartazgo y la indiferencia. Su conflicto podría haber servido como un contrapunto emocional poderoso, pero se desactiva de manera abrupta, como si los guionistas no supieran qué hacer con ella más allá de dejarla a un lado para que de la nada, se convierta también en una asesina implacable.
Es un desperdicio. Porque en un relato que pretende equilibrar violencia con intimidad, cada pieza del núcleo familiar debería pesar más. Aquí, en cambio, terminan siendo accesorios, testigos secundarios de la vorágine sangrienta que arrastra Hutch.
La violencia como espectáculo
Si el guion flaquea, la dirección de Timo Tjahjanto sostiene la película con una convicción feroz. El cineasta indonesio tiene oficio en el terreno de la acción y lo demuestra sin pudor. Cada secuencia está trabajada con un sentido coreográfico que no busca realismo sino impacto visual.
La comparación con John Wick es inevitable: armas, cuchillos, objetos improvisados, todo vale en un escenario donde cada golpe es una danza calculada. Pero Tjahjanto va más allá: se atreve a teñir esa violencia con un exceso estilizado que recuerda a los fatalities de Mortal Kombat. Hay muertes que parecen diseñadas para que el público suelte una onomatopeya de disgusto colectiva en la sala de cine. Hay cuerpos que arden, cabezas que estallan, miembros que vuelan con una creatividad macabra que se agradece precisamente porque no pretende ser seria, sino desbordada.
La película culmina en un enfrentamiento en una feria, un escenario que por sí solo encierra la metáfora perfecta: el lugar donde deberían existir risas se transforma en un campo de batalla teñido de pólvora y sangre. Es un final que apuesta por el escapismo más descarado, que se ríe de sí mismo mientras lanza explosiones al cielo y convierte la violencia en un espectáculo carnavalesco.
La villana y una oportunidad desperdiciada
La villana tiene una buena presentación, pero de a poco se va diluyendo
Ninguna película de acción está completa sin un antagonista memorable. Aquí es donde Nadie 2 patina con más fuerza. Sharon Stone interpreta a Lendina, una villana con una introducción prometedora pero que rápidamente se diluye en una serie de gestos y tics inconexos. Es un personaje que nunca termina de consolidarse y que sufre especialmente por la falta de escenas directas frente a Hutch.
Lo que en otra película podría haber sido un duelo electrizante se reduce a momentos dispersos, incapaces de construir una tensión real entre héroe y villano. El resultado es un antagonista que intimida ligeramente en su locura, pero que no fascina, terminando por convertirse en un obstáculo genérico.
Por otro lado, el vacío que deja Stone se compensa en parte con la presencia entrañable de Christopher Lloyd. Su aparición es breve, pero cada vez que asoma en pantalla, la película se ilumina con una nostalgia irresistible. Lloyd no necesita más que su aura para recordarnos por qué es un ícono, en una participación funciona como un guiño para los veteranos que crecieron con él.
Pero si hay algo que sostiene a Nadie 2 de principio a fin es Bob Odenkirk. El actor se adueña de Hutch con una naturalidad sorprendente. No es un héroe musculoso ni un acróbata invencible; es un hombre cansado, con arrugas, con un cuerpo que ya no responde como antes, pero con una determinación que no se desgasta.
Su presencia en pantalla es física, pero también irónica y desencantada. Odenkirk logra transmitir que cada pelea es tanto un castigo como una catarsis, que cada golpe que da es también un recordatorio de que no puede escapar de su propia naturaleza. Ese contraste lo convierte en un protagonista magnético, incluso cuando el guion lo deja sin mucho material emocional.
¿Vale la pena Nadie 2?
Hay algo fascinante en la manera en que Nadie 2 se asume: es, al mismo tiempo, elegante y grotesca, calculada y absurda. Y esa contradicción es, en última instancia, lo que la define. No todos saldrán satisfechos. Quien busque profundidad narrativa encontrará un cascarón vacío. Quien espere un villano a la altura, terminará decepcionado. Pero quienes acepten la invitación al espectáculo, quienes entiendan que esta es una película diseñada para celebrar la violencia como coreografía, saldrán con una sonrisa culpable.
Odenkirk demuestra que aún tiene cuerda para sostener a Hutch en futuras entregas, siempre que la saga sepa equilibrar mejor su entorno familiar y su mundo sangriento. Mientras tanto, Nadie 2 se queda como una secuela imperfecta pero disfrutable, una película que te sacude con puños, cuchillos y balas, y que te recuerda que, a veces, la brutalidad puede ser tan hipnótica como un baile.
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