Capcom lo puso sobre la mesa: Resident Evil 7: Biohazard, el reinicio que en 2017 devolvió a la saga su pulso de miedo, está en oferta por 175 pesos mexicanos. Para quien busca una experiencia de horror sólida, inmersiva y relativamente corta pero intensa, esa cifra no es solo atractiva: es una llamada difícil de ignorar.
Desde su lanzamiento, RE7 ha sido leído como una declaración de intenciones: retorno a las raíces del survival horror y apuesta por la inmersión total. Lejos de la acción grandilocuente de entregas como la quinta y la sexta, esta entrega cambia la cámara, el ritmo y la propuesta narrativa para poner al jugador en una situación de fragilidad constante. Y eso, más que nostalgia, funciona aquí como herramienta de diseño.
El terror que te respira en la nuca
El giro más visible es el paso a la perspectiva en primera persona. No se trata de un capricho estético: jugar desde los ojos de Ethan Winters transforma la experiencia en una tensión constánte y directa. La cámara cercana estrecha el campo de visión, reduce la sensación de control y amplifica la incertidumbre: el horror deja de ser espectáculo para convertirse en presencia, algo que te rodea y, a ratos, te persigue.
Además, Resident Evil 7 recupera piezas claves del survival clásico: recursos limitados, inventario a cuidar y puzles que obligan a pensar, no solo a disparar. La sensación de estar mal equipado frente a la amenaza convierte cada encuentro en una decisión táctica: ¿enfrento y gasto munición?, ¿me escondo y ahorro recursos?, ¿uso lo que tengo o lo conservo para lo que intuyo viene después? Esa escasez es el núcleo del miedo que el juego intenta provocar.
La estructura de la casa, recorrer habitaciones, volver sobre pasos para resolver acertijos con objetos obtenidos anteriormente, también es deliberada. Es un diseño que favorece la inquietud: conocer el mapa no elimina la angustia, solo la relocaliza, porque la verdad está siempre un cuarto más allá.
La casa y su familia
La Plantación Baker es uno de los grandes aciertos de RE7. Alejada de laboratorios y conspiraciones globales, la amenaza aquí es íntima y local: una familia que ha dejado de ser humana. Los Baker no actúan como hordas impersonales; son presencias determinadas, grotescas y memorables. Sus encuentros se sienten como asaltos personales, persecuciones que obligan al jugador a improvisar. Aquí el horror es corporal, contundente y, a menudo, sorprendentemente creativo.
Ethan Winters, el protagonista, es la pieza que completa la apuesta de diseño. Es un civil que reacciona como alguien cualquiera en una pesadilla y esa vulnerabilidad es intencional: el miedo funciona mejor si el personaje comparte con el jugador la misma falta de herramientas y la misma urgencia por encontrar respuestas.
A 175 pesos, la ecuación es sencilla: la oferta reduce considerablemente la barrera de entrada a una de las experiencias de terror más pulidas de la última década. Si valoras la atmósfera, el diseño de tensión y no te provoca jugar únicamente a tiros, esta versión del reinicio de Capcom merece la compra. Incluso para jugadores que ya lo completaron en su momento, el precio convierte a Resident Evil 7 en candidato ideal para revisitar y recordar por qué el survival horror funciona mejor cuando el jugador se siente, literalmente, desprotegido.
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