Película animada con un mensaje profundo sobre cómo aprender a vivir. Se basa en un libro y hoy puedes verla en Netflix

Ayax Bellido

Editor

Existe algo profundamente conmovedor en cómo las películas de Studio Ghibli logran capturar la esencia de lo cotidiano y volverlo extraordinario. En manos de Hayao Miyazaki, lo doméstico se convierte en épico, y lo pequeño se vuelve universal.

Desde My Neighbor Totoro hasta Spirited Away, cada una de sus obras traza una línea invisible entre la realidad y la fantasía, donde los grandes conflictos son los silenciosos desafíos del crecimiento, la soledad o el simple hecho de aprender a ser uno mismo. Dentro de este universo, Kiki’s Delivery Service (1989) ocupa un lugar especial: es una carta luminosa sobre la adolescencia, la independencia y la búsqueda de propósito.

Aprender a vivir es un acto heroíco

Basada en la novela infantil de Eiko Kadono, la cinta cuenta la historia de Kiki, una joven bruja que, como dicta la tradición, debe dejar su hogar a los 13 años para iniciar una vida por su cuenta. Con una escoba prestada, un vestido negro y su inseparable gato parlante Jiji, la protagonista emprende un viaje hacia una gran ciudad costera, llena de edificios modernos, luces y personas que apenas notan su presencia. Lo que empieza como una promesa de aventura pronto se convierte en una confrontación con la realidad: la independencia no siempre es tan mágica como parece.

La película se desarrolla con la delicadeza y el ritmo que caracterizan a Miyazaki. Todo ocurre en los pequeños gestos: una entrega de pan bajo la lluvia, un vuelo sobre el atardecer o una conversación con una artista solitaria que se convierte en mentora. Kiki’s Delivery Service no busca cambiar el mundo, pero lo ilumina. En su aparente sencillez, revela una verdad poderosa: crecer es aprender a perder (la confianza, la magia, la dirección) y volver a encontrarlas desde un lugar más profundo.

A diferencia de otras historias de brujas, la magia aquí no es un don sobrenatural, sino una metáfora del talento, de aquello que nos hace únicos pero también vulnerables. Cuando Kiki pierde su capacidad de volar, es más que una crisis mágica: es un reflejo de la duda que acompaña a todo artista, trabajador o soñador cuando su pasión deja de responderle. Miyazaki transforma esa angustia en un acto poético, mostrando que la recuperación de la magia, sea literal o simbólica, nace del autoconocimiento y del cariño por lo que hacemos.

Con el sello de calidad de Studio Ghibli

Visualmente, la película es un prodigio. La ciudad donde se establece Kiki, inspirada en Estocolmo y otras urbes europeas, es un escenario vibrante, lleno de vida y movimiento. La animación, lejos de buscar el realismo técnico, apuesta por la atmósfera: colores cálidos, cielos en tonos pastel y un aire de nostalgia que envuelve cada escena. Incluso el vuelo, uno de los elementos más recurrentes en la obra de Miyazaki, se siente aquí como una extensión del alma.

En su núcleo, Kiki’s Delivery Service es una historia sobre el trabajo y la vocación. A través de su pequeño negocio de entregas, Kiki aprende que servir a los demás puede ser un acto de amor, pero también de autodescubrimiento. Sus clientes representan una forma de conexión humana, una lección sobre empatía y comunidad. Al final, Kiki debe encontrar su lugar en el mundo, pero sobre todo, debe aprender a habitarlo con gratitud.

Miyazaki, como siempre, evita los discursos grandilocuentes. Su cine se construye desde las pausas que dejan espacio para respirar y mirar. En Kiki’s Delivery Service, ese silencio está lleno de significado: la madurez no llega con los años, sino con la comprensión de que incluso los fracasos forman parte del vuelo.

Hoy, más de tres décadas después de su estreno, Kiki’s Delivery Service sigue siendo una de las películas más tiernas y formativas del prestigioso estudio japonés. Disponible en Netflix, es un recordatorio de que todos, en algún momento, hemos sido Kiki: inseguros, esperanzados, y en busca de nuestra propia forma de volar. Y quizá esa sea la mayor magia de Miyazaki: enseñarnos que crecer también puede ser un acto de fe.

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