Ya me habían hablado de Clair Obscur: Expedition 33. De su dirección artística sublime, de sus mecánicas originales, de su narrativa valiente. Pero fue apenas hace unos días que, con el corazón dispuesto y el tiempo necesario gracias a mis vacaciones, me sumergí en su mundo y lo terminé. Y no he podido dejar de pensar en él desde entonces.
Mucho más que una aventura fantástica
En la superficie, Expedition 33 parece una fantasía heroica más: un grupo de personas que emprende una expedición para derrotar a una fuerza superior. En este caso, la Pintora, una figura divina que año tras año escribe un número en un monolito. Cualquiera que tenga esa edad en a ciudad de Lumiere desaparece del mundo en una nube de pétalos. Así ha sido por generaciones. Y este año, le tocó al número 33. Por eso partimos, como tantos otros antes, con la esperanza de romper el ciclo.
Hasta aquí todo normal, más allá de la melancolía constánte que nos transmite el juego con su ambiente y música (que por cierto es uno de los puntos más altos del juego). Pero Sandfall Interactive no vino a contarte una historia de redención ni de venganza. Vino a mostrarte una herida y a obligarte a mirarla de frente.
Desde el primer acto, el juego deja claro que aquí no hay cabida para respuestas simples. La narrativa crece y se bifurca, con giros que no solo sacuden la trama, sino también tus propias creencias. Y cuando llegas al final, al verdadero final, ese donde el juego te obliga a decidir sin red de seguridad, lo que se te presenta no es una elección binaria, sino un espejo.
La decisión más difícil
La decisión final en Expedition 33 es una de las más duras que he enfrentado en un videojuego, y es que cada opción era una forma distinta de perder algo. La tristeza no está en lo que eliges, sino en lo que inevitablemente se queda atrás. He pensado y meditado mucho en lo que ese final me provocó. Al principio, sentí insatisfacción. Una especie de enojo suave, de incredulidad. ¿Cómo es posible que después de todo lo que luché, no haya recompensa clara? ¿Dónde está la justicia, el sentido? Pero fue entonces cuando entendí: eso también es parte del duelo.
Porque Expedition 33 no habla solo de la muerte. Habla del duelo como un proceso, no como una meta. De ese espacio en el que aprendemos a convivir con la ausencia y de cómo, a veces, lo más difícil no es aceptar que alguien se ha ido, sino aceptar que lo que soñábamos ya no será. No se llora solo a los muertos, se llora a las versiones de nosotros mismos que no alcanzamos a ser.
Tal vez por eso el juego se siente tan humano. Porque en la vida real, el cierre no siempre llega envuelto en un lazo. A veces, simplemente avanzamos con una cicatriz nueva. Y eso es lo que Expedition 33 me regaló: la certeza de que no todo tiene que resolverse para tener valor, que hay decisiones que duelen y que, sin embargo, son las correctas.
A quienes todavía creen que los videojuegos no pueden ser arte, les diría que jueguen esto. Que escuchen los diálogos, que observen cómo cada mecánica refuerza el mensaje, cómo cada entorno refleja un estado emocional. Que sientan el peso de la decisión final, no como un reto lúdico, sino como una pregunta existencial.
A mí, Expedition 33 no me dio respuestas. Me dio una pregunta que sigo intentando responder: ¿cómo se sigue adelante sabiendo que nunca recuperaremos lo perdido? Tal vez no haya una fórmula. Tal vez lo único que podemos hacer es contarnos historias que nos ayuden a sobrevivir mientras sigue doliendo. Y Expedition 33, con toda su belleza melancólica, es una de esas historias.
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