El inicio de una de las mejores sagas de terror de la historia: la película que demostró que el miedo es instinto de supervivencia

Ayax Bellido

Editor

Cuando Saw llegó a los cines en 2004, el público no estaba preparado para lo que vería. No era un simple slasher, ni una película más de asesinos con máscaras; era una disección de la moral, el dolor y la voluntad humana. Dirigida por James Wan y escrita por Leigh Whannell, Saw no solo dio inicio a una de las franquicias más longevas del terror moderno, sino que también redefinió cómo se podía provocar miedo: no solo con sobresaltos, sino con dilemas imposibles.

Con un presupuesto de apenas 1.2 millones de dólares, la cinta logró lo que muchas superproducciones no: crear una atmósfera opresiva e inolvidable. Más que un espectáculo sangriento, Saw es una pregunta incómoda disfrazada de thriller: ¿qué estarías dispuesto a hacer para seguir vivo?

El juego de la vida y la muerte

El corazón de la película está en su antagonista filosófico, John Kramer, conocido como Jigsaw. A diferencia de los asesinos convencionales, Jigsaw no mata por placer ni por venganza: su meta es “enseñar” a sus víctimas el valor de la vida, obligándolas a enfrentarse a su propia indiferencia a través del sufrimiento. En su lógica retorcida, el dolor más que un castigo es una forma de redención.

Cada trampa y “juego”, están diseñados para forzar una elección: infligirse daño, perder una parte del cuerpo o morir. El horror está en la sangre que se derrama, pero sobre todo en la decisión imposible. Wan convierte cada escena en un espejo psicológico donde el espectador también se ve reflejado: ¿tendría yo la fortaleza para sobrevivir a algo así?

La historia arranca en un baño abandonado, una celda improvisada donde dos hombres despiertan encadenados sin saber cómo llegaron ahí. Desde ese instante, Saw construye una narrativa no lineal, alternando entre flashbacks, grabaciones y fragmentos de investigación policial que van revelando las piezas del rompecabezas.

El gran golpe maestro de la película, sin embargo, llega en los últimos minutos. Su giro final, ya legendario en la cultura del terror, reconfigura todo lo visto: el asesino ha estado ahí, frente a nosotros, todo el tiempo. Ese momento no solo cierra el relato con precisión quirúrgica, sino que redefine el concepto de “sorpresa” en el cine de horror contemporáneo.

Una nueva escuela de terror

El reducido presupuesto de Saw obligó a Wan a ser ingenioso. Lejos de las producciones con efectos digitales y escenarios extensos, la mayor parte del filme se desarrolla en un único espacio: ese baño sucio, húmedo, lleno de óxido y desesperación. Pero lo que pudo ser una limitación se convirtió en virtud.

La cámara se mueve nerviosa, el montaje acelera los latidos y la iluminación sucia da la sensación de estar respirando el mismo aire contaminado que los personajes. Todo en Saw transmite encierro: no solo físico, sino mental. El espectador, al igual que los protagonistas, queda atrapado entre las paredes del dilema moral y la asfixia de la impotencia.

Aunque la saga Saw luego se inclinó hacia el gore explícito, la primera entrega es un thriller psicológico con bisturí. Hay violencia, sí, pero la cámara no glorifica el sufrimiento: lo analiza, lo exhibe como síntoma de una sociedad adormecida. Jigsaw no es el monstruo clásico; es el producto de un mundo que ha olvidado valorar lo más básico.

Veinte años después, Saw sigue siendo una experiencia incómoda, tanto visual como emocionalmente. Su terror no envejece porque no depende de la tecnología ni del sobresalto: depende de algo universal, casi primitivo. Nos recuerda que el miedo más profundo no viene del monstruo externo, sino de lo que podríamos llegar a hacer cuando la supervivencia está en juego.

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